domingo, 19 de junio de 2011

Wilibarda

Escribe: Germán Cejudo


Si pudiera ser otro animal me gustaría ser tú, pero a decir verdad, aunque a ti la gente no te huye, no somos tan distintos. Somos vecinos pero no hablamos, porque no hablas, porque no hablo.
Yo no escondo más misterios que los que la gente me inventa, pero tú, tan silenciosa, de ojos tristes, de rictus triste, te inventas uno cada día. Aunque tú no lo sabes te he visto contemplar el abismo, sentada en el piso enfocas tu mirada hacia algo tan lejano como la felicidad. Alcanzas el cielo pero regresas rápido y me traes un par de recuerdos.
Eres la única que lame mis lágrimas y no intentas consolarme porque sabes que no existe consuelo. Me llevas enfrente de un espejo y, no conscientes de nosotros mismos, miramos a través de él pensando que hay alguien más ahí.
Tú y yo cavamos en el suelo, haciendo hoyos tratamos de buscar un pedazo de infierno, pues creemos que para vivir hay que conocer las profundidades de lo oscuro.
En la ausencia de libertad, presos de melancolía, brindamos al mismo tiempo. Tú bebes de tu sucio cacharro con agua y yo de éste estúpido vaso de alcohol y mediocridad.
Valoro tu silencio tanto como valoras el mío, entiendo tu tristeza como tú entiendes la mía. Cuando llega la tormenta y temerosos nos miramos uno al otro yo te ladro y tú me ves, piensas que si pudieras ser otro animal te gustaría ser yo.

sábado, 11 de junio de 2011

Las lágrimas de la luna

Escribe: Germán Cejudo

Las lágrimas de la luna


Es un día soleado y todo es tranquilo en el pueblo de las cruces.
El viejo no tiene nombre ni rostro, es una sombra caminando por el portal en el que la proyección de la iglesia más grande del pueblo cae delicadamente.
Arrastra sus pies dejando un poco de sí en cada paso. Su andar es lento y su cargamento es vasto: lleva consigo un costal con tortillas y ochenta y dos años de vida.
Cada arruga de su piel es un día de sufrimiento, su mirada perdida parece penetrar las cosas como si fueran infinitas.
Al viejo nadie lo quiso y nadie lo quiere, es un estorbo en la sociedad, un montón de arrugas y recuerdos inservibles y rotos.
Sus lánguidos pasos delatan su cansancio pero logra pasar el portal, esquivando miradas desconocidas y ajenas. Llega a un negocio en el que intercambia tortillas por agua acompañadas de un par de palabras.
Sigue su ruta sin percatarse de la hermosa puesta de sol que logra verse cada tarde en el pueblo de las cruces.
Es difícil saber si es por el peso del sufrimiento que carga a diario o los recuerdos amotinados en su cabeza los que han logrado formarle una protuberante joroba. Ni siquiera se hace oír pues para los demás no hay ni una pizca de lucidez en cualquiera de sus palabras y ¿para qué hablar si las palabras sólo chocan contra las rocas?
El viejo camina por la tierra. Un perro le quita la comida de las manos y se va corriendo. El anciano no maldice, solamente se resigna. Está viejo para correr y maldecir.
Descansa un poco, sentado sobre una roca y voltea a ver lo que queda del atardecer. El calor sigue golpeando fuertemente sobre el abatido cuerpo del hombre vetusto, bajo su sombrero se precipitan grandes gotas de sudor.
El anciano sólo tiene en la memoria que desde hace veintidós años se dedica a entregar tortillas pues la muerte repentina de su mujer lo obligó a hacerlo.
El viejo no pierde más el tiempo y aprovecha que ha oscurecido un poco pues la mirada del sol se ha perdido. Se levanta y continúa con su trayecto.
A pesar de su hambre no toca ni una tortilla, pues sabe que a poca distancia se encuentra la casa en la que deberá hacer su última entrega. Pasa por un arroyo para refrescarse un poco, escucha el murmullo del viento y enjuaga su blanca testa. Da un par de sorbos al agua a pesar de que ésta no es bebestible y se encamina a la última casa.
Toca el timbre al que responde abriéndole la puerta una señora de aspecto joven.
-Llega un poco tarde señor- dice la señora sin ocultar su enojo en el burdo tono en el que lo dice.
El viejo no hace más que asentir dándole la razón e inclinando su cabeza. Recibe el dinero justo – esta vez no hay propina- y se da la vuelta para ser despedido con un pelotazo en la pierna izquierda. El hijo de la señora entra rápidamente sin disculparse . El viejo dice nada que no sea en el idioma del viento y se marcha.
El camino de regreso a su casa es largo y sus recuerdos se aparecen como fantasmas mientras camina con pasos cada vez más cortos y lentos.
Con la energía menguada y sin motivación alguna recorre toda su vida a través de la senda hasta que llega a su casa.
Está tan cansado que prefiere dormir antes que comer. Se acuesta en su catre y soba su pierna zurda.
Se ha inundado todo de oscuridad. Es la última noche del viejo –la noche que nunca termina-.
El viejo llora por dentro pero son las lágrimas de la luna las que escurren sobre su rostro al ver que el anciano ha cerrado para siempre sus ojos.

jueves, 2 de junio de 2011

Adiós escatológico

Escribe: Germán Cejudo

Adiós escatológico


“¡Vete a la chingada!” me gritó la última vez que la vi.
Es insoportable que alguien esté enamorado y sea de ésta forma como le digan adiós. Lo he visto en algunos conocidos: se enamoran, cortan, se deprimen, lloran y quién sabe qué otras tonterías más.
Daphne y yo fuimos novios durante dos años. Ella era más grande e inteligente que yo, por lo que yo callaba para no hacer mayor la diferencia de intelecto.
Ella era fría y cualquiera podría haber pensado que carecía de sentimientos aunque al principio su mano sudorosa al tomar la mía me hacía imaginar que era por mí su timidez y por tanto le importaba y me quería. Después ésta idea se fue disolviendo con el tiempo. Tenía que mendigar besos, abrazos o cualquier muestra de cariño; tenía que rogar que me quisiera o por lo menos que lo aparentara. Era como un chicle en su zapato, cada vez que me pisaba me pegaba más a ella.
Me llevaba dos años pero parecía que me doblaba la edad. Me regañaba, me decía lo que tenía que hacer y lo que no. Además, cuando lo hacía, era con esa voz de madrastra mala de las películas infantiles.
Ahora que lo pienso no sé cómo me aguantó ni cómo la aguanté, y mucho menos como llegué a amarla. Tal vez la amé porque por un instante se entregó a mí completamente, porque traducía sus regaños como muestras de cariño o porque simplemente me gustaba que me tratara como trapo viejo.
Cuando peleábamos yo entristecía por días mientras ella seguía tan normal. Mis lágrimas y su indiferencia aumentaban por cada día que pasaba hasta que me atrevía a pedirle perdón.
Nunca pude descifrar su complicada mente aunque era de mis más grandes curiosidades saber qué pasaba por su cabeza, pero a pesar de mi insistencia nunca respondió. La tenía cerca pero la veía lejos.
Sé que Daphne me amó aunque sea por un momento. No sé en qué momento pero es mejor pensar eso que pensar en que desperdicié dos años de mi vida tratando de complacerla y no lograrlo. Sólo basta con un momento que me haya amado para no pensarlo. Creo que después de estar con ella me quité el traje de hombre feliz.
“¡Vete a la chingada!” me gritó con aires de grandeza. No hice más que callar y quedarme inmóvil al ver sus ojos grandes y desorbitados. Sonreí nerviosamente tragando de golpe la saliva que tenía acumulada en la boca. Seguí sonriendo por no saber cómo actuar ante embarazosa situación. Pero eché a reír descaradamente cuando después de dar la media vuelta y tratar de dar el primer paso tropezó con la banqueta y cayó de bruces. Su cuerpo aterrizó lentamente sobre el concreto. Mi risa no hubiera sido tan escandalosa si en el tramo donde colisionó su cara no hubiera estado ese gran pedazo de caca. Todavía recuerdo su nariz embarrada de sangre con mierda. La diarrea de perro le cubrió toda la mejilla derecha. La pobre ni las manos pudo meter. Ni siquiera sollozó o expresó dolor pues era obvio que quería irse inmediatamente de donde yo la pudiera ver. Logró incorporarse y se fue cojeando y limpiándose la cagada de la cara lo más rápido que pudo hasta escaparse de mi vista. Nunca volví a verla.