Escribe: Germán Cejudo
Adiós escatológico
“¡Vete a la chingada!” me gritó la última vez que la vi.
Es insoportable que alguien esté enamorado y sea de ésta forma como le digan adiós. Lo he visto en algunos conocidos: se enamoran, cortan, se deprimen, lloran y quién sabe qué otras tonterías más.
Daphne y yo fuimos novios durante dos años. Ella era más grande e inteligente que yo, por lo que yo callaba para no hacer mayor la diferencia de intelecto.
Ella era fría y cualquiera podría haber pensado que carecía de sentimientos aunque al principio su mano sudorosa al tomar la mía me hacía imaginar que era por mí su timidez y por tanto le importaba y me quería. Después ésta idea se fue disolviendo con el tiempo. Tenía que mendigar besos, abrazos o cualquier muestra de cariño; tenía que rogar que me quisiera o por lo menos que lo aparentara. Era como un chicle en su zapato, cada vez que me pisaba me pegaba más a ella.
Me llevaba dos años pero parecía que me doblaba la edad. Me regañaba, me decía lo que tenía que hacer y lo que no. Además, cuando lo hacía, era con esa voz de madrastra mala de las películas infantiles.
Ahora que lo pienso no sé cómo me aguantó ni cómo la aguanté, y mucho menos como llegué a amarla. Tal vez la amé porque por un instante se entregó a mí completamente, porque traducía sus regaños como muestras de cariño o porque simplemente me gustaba que me tratara como trapo viejo.
Cuando peleábamos yo entristecía por días mientras ella seguía tan normal. Mis lágrimas y su indiferencia aumentaban por cada día que pasaba hasta que me atrevía a pedirle perdón.
Nunca pude descifrar su complicada mente aunque era de mis más grandes curiosidades saber qué pasaba por su cabeza, pero a pesar de mi insistencia nunca respondió. La tenía cerca pero la veía lejos.
Sé que Daphne me amó aunque sea por un momento. No sé en qué momento pero es mejor pensar eso que pensar en que desperdicié dos años de mi vida tratando de complacerla y no lograrlo. Sólo basta con un momento que me haya amado para no pensarlo. Creo que después de estar con ella me quité el traje de hombre feliz.
“¡Vete a la chingada!” me gritó con aires de grandeza. No hice más que callar y quedarme inmóvil al ver sus ojos grandes y desorbitados. Sonreí nerviosamente tragando de golpe la saliva que tenía acumulada en la boca. Seguí sonriendo por no saber cómo actuar ante embarazosa situación. Pero eché a reír descaradamente cuando después de dar la media vuelta y tratar de dar el primer paso tropezó con la banqueta y cayó de bruces. Su cuerpo aterrizó lentamente sobre el concreto. Mi risa no hubiera sido tan escandalosa si en el tramo donde colisionó su cara no hubiera estado ese gran pedazo de caca. Todavía recuerdo su nariz embarrada de sangre con mierda. La diarrea de perro le cubrió toda la mejilla derecha. La pobre ni las manos pudo meter. Ni siquiera sollozó o expresó dolor pues era obvio que quería irse inmediatamente de donde yo la pudiera ver. Logró incorporarse y se fue cojeando y limpiándose la cagada de la cara lo más rápido que pudo hasta escaparse de mi vista. Nunca volví a verla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario