Escribe: Germán Cejudo
Las lágrimas de la luna
Es un día soleado y todo es tranquilo en el pueblo de las cruces.
El viejo no tiene nombre ni rostro, es una sombra caminando por el portal en el que la proyección de la iglesia más grande del pueblo cae delicadamente.
Arrastra sus pies dejando un poco de sí en cada paso. Su andar es lento y su cargamento es vasto: lleva consigo un costal con tortillas y ochenta y dos años de vida.
Cada arruga de su piel es un día de sufrimiento, su mirada perdida parece penetrar las cosas como si fueran infinitas.
Al viejo nadie lo quiso y nadie lo quiere, es un estorbo en la sociedad, un montón de arrugas y recuerdos inservibles y rotos.
Sus lánguidos pasos delatan su cansancio pero logra pasar el portal, esquivando miradas desconocidas y ajenas. Llega a un negocio en el que intercambia tortillas por agua acompañadas de un par de palabras.
Sigue su ruta sin percatarse de la hermosa puesta de sol que logra verse cada tarde en el pueblo de las cruces.
Es difícil saber si es por el peso del sufrimiento que carga a diario o los recuerdos amotinados en su cabeza los que han logrado formarle una protuberante joroba. Ni siquiera se hace oír pues para los demás no hay ni una pizca de lucidez en cualquiera de sus palabras y ¿para qué hablar si las palabras sólo chocan contra las rocas?
El viejo camina por la tierra. Un perro le quita la comida de las manos y se va corriendo. El anciano no maldice, solamente se resigna. Está viejo para correr y maldecir.
Descansa un poco, sentado sobre una roca y voltea a ver lo que queda del atardecer. El calor sigue golpeando fuertemente sobre el abatido cuerpo del hombre vetusto, bajo su sombrero se precipitan grandes gotas de sudor.
El anciano sólo tiene en la memoria que desde hace veintidós años se dedica a entregar tortillas pues la muerte repentina de su mujer lo obligó a hacerlo.
El viejo no pierde más el tiempo y aprovecha que ha oscurecido un poco pues la mirada del sol se ha perdido. Se levanta y continúa con su trayecto.
A pesar de su hambre no toca ni una tortilla, pues sabe que a poca distancia se encuentra la casa en la que deberá hacer su última entrega. Pasa por un arroyo para refrescarse un poco, escucha el murmullo del viento y enjuaga su blanca testa. Da un par de sorbos al agua a pesar de que ésta no es bebestible y se encamina a la última casa.
Toca el timbre al que responde abriéndole la puerta una señora de aspecto joven.
-Llega un poco tarde señor- dice la señora sin ocultar su enojo en el burdo tono en el que lo dice.
El viejo no hace más que asentir dándole la razón e inclinando su cabeza. Recibe el dinero justo – esta vez no hay propina- y se da la vuelta para ser despedido con un pelotazo en la pierna izquierda. El hijo de la señora entra rápidamente sin disculparse . El viejo dice nada que no sea en el idioma del viento y se marcha.
El camino de regreso a su casa es largo y sus recuerdos se aparecen como fantasmas mientras camina con pasos cada vez más cortos y lentos.
Con la energía menguada y sin motivación alguna recorre toda su vida a través de la senda hasta que llega a su casa.
Está tan cansado que prefiere dormir antes que comer. Se acuesta en su catre y soba su pierna zurda.
Se ha inundado todo de oscuridad. Es la última noche del viejo –la noche que nunca termina-.
El viejo llora por dentro pero son las lágrimas de la luna las que escurren sobre su rostro al ver que el anciano ha cerrado para siempre sus ojos.
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