Escribe: Germán Cejudo
Es un otoño invernal, marcado por las hojas acumuladas en el piso que lo alfombran como los sueños de un anciano. El viento corre libremente por la ciudad y emborracha de frío hasta el alma más recóndita como la muerte.
Todos en la ciudad sonríen, gritan, se enojan, sus vidas parecen cómodas. Festejan, corren, compran, se besan, beben y escupen. Nadie se da cuenta que en ese basurero, lúgubre y real como los sueños, hay un ser que escupe su odio contra Dios a través de sus ojos, un alma que se desgarra viva escondida entre el cielo y el infierno.
El bebé llora y permanece inmóvil, esperando al tiempo junto a los perros hambrientos que devoran desperdicios.
Su corazón palpita sin ritmo alguno, sus lágrimas han recorrido todo el mundo y caído en sus mejillas mientras la luna evita iluminarlo, ella moja con su luz cada centímetro de la ciudad menos al niño, lo deja descubierto, solo, desprotegido y agonizante.
¿Quién pensará en la criatura? ¿Quién lo verá crecer? El niño podría llegar a ser grande, ser feliz y construirse una vida. Podría conocer a una chica, hacer el amor, estudiar, soñar despierto. Podría emborracharse, casarse, llorar sus problemas, disfrutar su insomnio, armar rompecabezas de piezas interminables, visitar a sus padres y hermanos. El pequeño podría escuchar una sinfonía, leer el diario, tocar el piano y vivir feliz, morir feliz, pero nadie muere así. El niño mira sin conocer, intenta no morir pero ¿qué es lo que importa si no es la muerte? El pequeño sigue llorando hasta que llega la profunda oscuridad y suenan como ecos los ladridos de los perros.
Los ladridos de los perros... casi sinónimo de lejanía, cuando se sueña despierto.
ResponderEliminar